Los comunicadores del Siglo XXI somos agentes de cambio. Por eso nunca dejamos de preguntar y preguntarnos por qué y para qué, escuchando con empatía y hablando con humildad. La transformación está gastada, pero no está vencida. Aún podemos recuperarla. Para ello, debemos empezar por no caer en la tentación del pecado. Con ustedes: los 7 pecados capitales de la transformación.
No desafiar al status quo. Los agentes de cambio amamos eso: el cambio. Cuestionamos lo que vemos como un hábito que nos abre a la innovación y a la disrupción. Somos algo así como inconformistas por definición; pero no por simple capricho, no. Sino porque estamos convencidos de que un mundo mejor es posible. Y para mejorar el estado actual de cosas, no queda otra alternativa que confrontarlo.
No indagar en los dolores de la organización. La indagación es la fuente y el camino. Si nos quedamos atrapados en el síntoma, en lo que aparece, probablemente solo podamos proponer soluciones “parche”. Incluso, no alcanza con conocer los dolores y aplicar remedios, como si fuéramos médicos (que no lo somos). Más bien trabajamos desde la capacidad regenerativa de la organización. Por eso indagamos en los dolores, pero no para quedarnos ahí, sino para descubrir soluciones superadoras, basadas en la sanción que supone el recordar un propósito común.
Planificar sin flexibilidad. Está muy bien planificar, pero nuestros planes no pueden estar escritos en piedra. La planificación del trabajo del conocimiento en el Siglo XXI debe incorporar la adaptabilidad, por diseño. Por eso preferimos los ciclos cortos de aprendizaje a los grandes planes que -más temprano que tarde- terminan en nada. Viene bien aquí recordar con Gregory Bateson aquello de que el mapa no es el territorio. Cuando controlamos acciones solo por controlarlas, cuando revisamos lo actuado exclusivamente para validar compromisos hacia atrás y para “cobrarle” a nuestros colaboradores lo que no han logrado, no hacemos más que frustrarlos. Con el tiempo, esa rigidez se va volviendo una prisión y la organización se parece más al panóptico de Foucault que a una organización ágil.
Plantear la transformación como una línea de llegada. La transformación no es una meta, sino el comienzo de una nueva forma de vivir y de trabajar con otros. Mutar para ser parte del cambio adaptativo, más que cambiar, es evolucionar. Y el crecimiento que supone este proceso consciente de mejora continua no tiene fin, como una vocación.
No hablar de los beneficios. Si no sé a qué me invitas, es más probable que te diga que prefiero no ir. Así de simple. Sin embargo, muchas veces insistimos en prometer un viaje que nunca llega, un cambio que no aparece, un nirvana que se queda en bonitas campañas de comunicación. Necesitamos poner los beneficios (y las contradicciones) arriba de la mesa. Solo así fomentaremos el tan anhelado compromiso en todos los niveles. En palabras de Benjamin Franklin: “Dime y lo olvido, enséñame y lo recuerdo, involúcrame y lo aprendo”.
Usar el nombre de la transformación en vano. Se ha hablado tanto de la transformación en estos últimos años que se ha vuelto un commodity y un significante vacío. Este vaciamiento tiene que ver, en parte, con el uso irresponsable que se ha hecho de la transformación. El día que los líderes (y quienes los asesoran) comprendan que lo que realmente hace la diferencia no es lo que dicen sino lo que hacen, la cosa empezará a cambiar. Dotar nuevamente de sentido a la transformación es el nuevo desafío de la comunicación. Y para eso se necesitan más impactos y menos palabras.
Dejar a la comunicación para el final. En un mundo en permanente transformación, la comunicación ya no puede sobrevivir como un agregado “final”. Por eso ya no se puede diseñar ni practicar sin un framework colaborativo, que le permita adaptarse frecuentemente de forma iterativa e incremental. En este sentido, la comunicación del Siglo XXI será transformación y colaboración o no será nada. La comunicación no es la guarnición de la transformación.